miércoles, 18 de febrero de 2009

¿TIENEN PRECIO LAS MENINAS?





Pocos se atreverían a contestar de forma afirmativa a esta indiscreta cuestión. Para muchos, el gran Arte pertenece íntegramente al ideario cultural en cada sociedad, lejos por ello de blasfemias económicas. Por el contrario, el mercado de piezas artísticas decide, a diario y sin titubeos, el valor económico de cada obra. Pero, ¿quién pone el precio al Arte?


Realizar una tasación de obras de arte consiste en dar un precio al objeto tratando de acercarse el máximo posible a su valor exacto y teniendo en cuenta todas las circunstancias y detalles de la cosa a tasar. La tasación, por tanto, la debe efectuar un perito, es decir, un experto que sepa reconocer la virtud o el fraude de la obra de arte, por lo que su opinión y pericia se incluyen en este precio de salida que se da en última instancia a la obra. De hecho, el juicio final es una opinión personal, subjetiva y asentada en su capacidad profesional.


La validación de la importancia de un artista depende del gusto estético de un conjunto de individuos e instituciones que se han considerado como referencia en un determinado período histórico. Cuando cambia ese conjunto, la escala de valores se altera. Si en épocas anteriores las afamadas Academias de Bellas Artes fijaban la jerarquía del gusto, hoy esta dirección depende de las preferencias de una minoría de iniciados: coleccionistas, galeristas, críticos, conservadores y académicos.


El tasador: perfiles, capacidades y limitaciones


De lo dicho hasta la presente, se desprende que la tasación de obras de arte requiere de una estrecha colaboración interdisciplinar entre diferentes profesionales; de un lado, la opinión científica se encarga de disyuntivas como la autenticidad, conservación o restauración; y por otro el experto tasador estadístico-matemático analiza los resultados aportados por el equipo precedente. Para el estudio de obras de arte, uno de los problemas más espinosos se centra en la autoría o atribución de autor. 


Cuando sobre la catalogación de una pieza se cierne la duda en base a su autor, el mercado penaliza de forma contumaz con una disminución notable de su valor. Los apellidos “atribuidos a”, “círculo de”, “escuela de” suponen una degradación en la escala de cotizaciones. Así, las garantías reales que se pueden aportar a la catalogación de la pieza se juzgan a veces poco perentorias e insuficientes debido a que el proceso de expertización no siempre aporta conclusiones satisfacientes. Sea porque la última palabra la pronuncia el experto de turno –no siempre movido por fines filantrópicos-culturales-, sea porque para las obras no predestinadas a alcanzar un elevado recorrido económico, no resulta rentable derrochar toda clase de estudios científicos de pigmentos, tejidos…

Los profesionales del sector suelen ser los propios conservadores de museos, profesores universitarios de trayectoria reputada, expertos amateurs, familiares, amigos de los creadores, y su sinfín de autoridades. El procedimiento al uso suele ir acompañado de un dictamen a favor o en contra de la pieza. La información aportada ha de contener la ficha semejante:a) Procedencia de la obrab) La inclusión de la obra en el catálogo razonado del autorc) Su exposición en museos o participación en exposiciones temporalesd) Referencias bibliográficase) Certificaciones de familiares o amigos del artista que puedan aportar datos sobre la obra (vieron como la realizaba, a quién se la vendió, etc.).


Parece casi una evidencia, sin necesidad perentoria de aclaración, que el Arte Antiguo se cotiza menos que Arte Contemporáneo. La valoración de este sector en el ámbito de las subastas es ciertamente insuficiente a tenor del agravio comparativo con la obra de pintores contemporáneos. Para muestra un botón, en España piezas de pintores del siglo XVIII como Luis Paret y Alcázar, Mariano Salvador Maella, Francisco y Ramón Bayeu, José del Castillo, Luis Egidio Meléndez, etc. apenas alcanzan los 50.000 € con ejemplares de considerable envergadura. Ni que decir tiene, que el único artista del siglo XVIII que logra traspasar las exiguas fronteras nacionales es Francisco de Goya y Lucientes. 



Como fundamento de cabecera, el Arte Antiguo ostenta un público muy peculiar, de ánimo poco lucrativo, con gustos especiales que tienden hacia la estética por encima de cualquier síntoma oportunista en clave de moda. La solidez de este sector provoca cambios imperceptibles en la evolución de las cotizaciones. El homónimo en el campo de las finanzas podrían ser los bonos del Estado: valores de baja rentabilidad a corto plazo pero que garantizan la retención de lo invertido.Los expertos en Arte Antiguo argumentan razones que explican, de forma peregrina, la desventaja de este segmento. De un lado, el desconcierto frente a la certeza en la atribución provoca un relativo desánimo al cliente, quien recela de las intenciones (no siempre trasparentes) del abajo-firmante o experto que emite el certificado. 


De otro, la temática no siempre agradable de las piezas, incapaces de adaptarse a las necesidades iconográficas del siglo XXI. Ya por último, destacar la incapacidad del mercado para suministrar piezas excepcionales –en manos de museos, instituciones y grandes coleccionistas- resta el atractivo necesario para desbancar al coloso Arte Contemporáneo.


Salvando estas distancias, el momento actual se presume como un instante clave para la inversión en este género de piezas porque los ojos de los coleccionistas más audaces están vueltos hacia las piezas de rabiosa actualidad. Esta oportunidad ha dejado en evidencia que aún queda mucho por estudiar acerca de obras depositadas en el mercado con catalogaciones un tanto engañosas. Recordemos el caso de Ignacio de Ríes, discípulo directo de Francisco de Zurbarán, licitado en la sala de subastas Segre de Madrid en 2006 que alcanzó la astronómica cifra de 240.000 € partiendo de una base de 25.000 €. ¿Alguien pudo ver la oportunidad de compra de un Zurbarán a precio de ganga o simplemente se llevó gato por liebre?




2 comentarios: